MARÍA AL PIE DE LA CRUZ
Por Fray Carlos M. Vélez González, OSM
Ciertamente
es misteriosa...
la presencia de María en este momento. Desde el punto de vista humano y sentimental era cruel haberla
conducido allí. Cruel para los dos. La
presencia de la madre en la cruz era una doble fuente de dulzura y
dolor. Para Cristo tuvo que ser un
serenante consuelo sentirse acompañado por ella, ver desde la cruz tangiblemente el primer fruto purísimo de su
obra redentora. Pero también fuente de enorme
dolor compartir el dolor de su madre. El que ama cuando descubre el
eco de su propio sufrimiento en el ser
amado, siente desgarrarse nuevas regiones en su
corazón. El dolor se multiplicaba así, como la imagen en una galería de
espejos. Pero el misterio es otro. Durante toda su vida pública, Jesús había
mantenido voluntariamente lejos a su
madre de todas sus tareas. Lo había hecho incluso con formas que a nosotros nos suenan ariscas, duras, difíciles de comprender.
Este
voluntario alejamiento comenzó en la misma infancia. Después de haberse unido
a ella inextricablemente con los lazos
de la encarnación, había comenzado enseguida a
«arrancarse» de ella para entregarse únicamente a su Padre de los
cielos, aunque esto supusiera dejarla
confusa y desolada: ¿Por qué me buscabas? -le dice al perderse en el templo a los doce años- ¿No sabes que yo debo
ocuparme en las cosas de mi Padre? Se
diría que le molestaba el ser buscado por María y por José. Y la
respuesta debió de sonarles tan extraña
que el evangelista apostilla: Ellos no entendieron lo que les decía (Lc 2, 49-50).
Mas
tarde, un día en que Jesús predicaba a las turbas, alguien le avisa que están
ahí su madre y sus parientes, y el
Maestro vuelve a tener una respuesta desconcertante: ¿Quiénes son mi madre y
mis hermanos? Y señalando a quienes le escuchan añade: Estos son mi madre y mis hermanos. Todo el que hace
la voluntad de mi Padre, ése es mi madre
y mi hermano (Mc 3, 32-35).
Que
para ser madre de Jesús hay que hacer la voluntad de Dios, María lo sabía
ya desde el día de la anunciación. Y lo
había practicado. Pero lo que aún le faltaba por aprender experimentalmente es quela voluntad
de Dios es una voluntad separante, una
voluntad que distanciará a la madre del hijo en la vida, lo mismo que, en la muerte, arrancaría al Hijo del
Padre.
Por
eso es asombrosa esta proximidad a la hora de la cruz. Este Jesús que ha
mantenido lejos, a raya diríamos, a su
madre a las horas del gozo ¿por qué la quiere próxima ahora, en el tiempo del dolor? Evidentemente esta
presencia tiene algún sentido mayor que el de la pura compañía. Debe de haber alguna razón
teológica para esta «llamada». Algún sentido
ha de tener esta vertiginosa e inesperada manera de introducir a María
en el mismo corazón del drama de la redención
del mundo.
La hora de Caná
Podemos
comenzar a vislumbrar el sentido del problema si pensamos que es Juan
quien nos trasmite las dos palabras
solemnes que Jesús dice a su madre, una en Caná de Galilea, al comienzo de su vida pública, otra
en la cruz, al final de la misma. El parentesco
entre ambas frases es demasiado evidente como para que no pensemos que
el evangelista ha querido unirlas
místicamente. Son dos palabras que sólo pueden entenderse leyéndolas juntas.
El
diálogo de Caná asombra a cualquiera que lo lea ingenuamente. María, con
sencillez de mujer y de madre, trata de
resolver el problema de unos novios y pide a su hijo que intervenga, probablemente sin medir que, con
ello, entra en los altos designios teológicos
de su hijo. Y la respuesta de Jesús es casi violenta, rechazante.
Después el hijo hará lo que la madre le
pide, pero no sin haber marcado antes las distancias: ¿Qué tenemos que ver
tú y yo, mujer? Aún no ha llegado mi
hora (Jn. 2, 3). La respuesta tuvo que desgarrar, en cierto modo, el corazón maternal. No pudo
entender entonces el vertiginoso sentido de esas palabras con las que estaba citándola en el
Calvario. Está pidiéndola que salga del campo
de las inquietudes terrestres -por importantes y dolorosas que sean- y entre
en el plan de las cosas del Padre. En el
plan en el que el hijo vive y en el que la madre tiene también una misión de primera importancia. Jesús
concederá el milagro, pero con él anticipará la hora de la separación entre la madre y el hijo. Con
este milagro comenzará su vida pública y se
desencadenará el odio de sus enemigos. Anticipará la «hora», que para
Jesús no es otra que la de su muerte.
Jn
19, 25-26. En esa «hora» es cuando María será verdaderamente importante,
entonces descenderá sobre ella una palabra dedicada a su más íntimo corazón de
madre, que se verá misteriosamente
ensanchado.
Si
Cristo ha elegido la vocación de sufrir y morir por la salvación del mundo, es
claro que cuantos, a lo largo de los
siglos, le estarán unidos por amor, tendrán que aceptar, cada uno en su rango y función, esa misma vocación de
morir y sufrir por esa salvación. Y. si un
miembro de Cristo, huye de esa función, falta algo, no sólo a ese
miembro, sino, como explicaría san
Pablo, a la misma pasión de Cristo, pasión que pide ser prolongada en la
compasión corredentora de todos los miembros de Cristo. Este es el misterioso sentido de la frase de san Pablo a
los colosenses: Suplo en mi carne lo que falta
a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia (1, 24).
Aquel
pequeño grupo al pie de la cruz, aquella Iglesia naciente, estaba, pues, allí
por algo más que por simples razones
sentimentales. Estaba unida a Jesús, pero no sólo a sus dolores, sino también a su misión. Y, en esta
Iglesia, tiene María un puesto único. Hasta entonces ese puesto y esa
misión habían permanecido como en la
penumbra. Ahora en la cruz se aclararán para la eternidad. Por eso la alejada será traída a primer
plano. Esta es la hora, este el momento en que
María ocupa su papel con pleno derecho en la obra redentora de Jesús. Y
entra en la misión de su hijo con el
mismo oficio que tuviera en su origen: el de madre.
Es
evidente que, en la cruz, Jesús...
hizo mucho más que preocuparse por el futuro
material de su madre, dejando en manos
de Juan su cuidado. La importancia del momento, el juego de las frases bastarían para descubrirnos que
estamos ante una realidad más honda. Si se
tratara de una encomienda solamente material sería lógico el «he ahí a
tu hijo». María se quedaba sin hijo, se
le daba uno nuevo. Pero ¿por qué el «he ahí a tu madre»? Juan no sólo tenía madre, sino que estaba allí
presente. ¿Para qué darle una nueva? Es claro que se trataba de una maternidad distinta. Y
también que Juan no es allí solamente el hijo del Zebedeo, sino algo más.
Ya
desde la antigüedad, los cristianos han visto en Juan a toda la humanidad representada y, más en concreto, a la Iglesia
naciente. Es a esta Iglesia y a esta humanidad a quienes se les da una madre
espiritual. Es esta Virgen, envejecida
por los años y los dolores, la que, repentinamente, vuelve a sentir su seno estallante de fecundidad.
Ese
es el gran legado que Cristo concede desde la cruz a la humanidad. Esa es la
gran tarea que, a la hora de la gran
verdad, se encomienda a María. Es como una segunda anunciación. Hace treinta años -ella lo
recuerda bien- un ángel la invitó a entrar por la terrible puerta de la hoguera de Dios. Ahora,
no ya un ángel, sino su propio hijo, le anuncia
una tarea más empinada si cabe: recibir como hijos de su alma a quienes
son los asesinos de su primogénito.
Y
ella acepta. Aceptó, hace ya treinta años, cuando dijo aquel «fiat», que era
una total entrega en las manos de la
voluntad de Dios. De ahí que el olor a sangre del Calvario comience extrañamente a tener un sabor de
recién nacido; de ahí que sea difícil saber si
ahora es más lo que muere o lo que nace; de ahí que no sepamos si
estamos asistiendo a una agonía o a un
parto. ¡Hay tanto olor a madre y a engendramiento en esta dramática tarde...!
Conferencia
dada a los hermanos de la Parroquia “Niño Jesús de Praga” en Santander de
Quilichao, Cauca, en la fiesta de María al Pie de la Cruz. Marzo 30 del 2012
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