Yo soy el pan de Vida – Yo soy la vid verdadera
Ángel Moreno
Tarde del Jueves Santo. Las lecturas hacen memoria de la Cena del Señor en las palabras de San Pablo en su carta a los cristianos de Corinto. Se lee también el rito del lavatorio de los pies según el evangelio de San Juan, que, sorprendentemente, no contiene el relato del banquete ritual. Sin embargo, el cuarto evangelio ofrece dos textos muy significativos que se relacionan con la Cena del Señor: el discurso del “Pan de Vida”, y la parábola de “la vid y el sarmiento”. Si los tenemos presentes, comprenderemos mejor lo que nos disponemos a celebrar esta tarde y la implicación que supone para nuestra vida.
Jesús, en Cafarnaúm, proclama: “Yo soy el pan de vida” (Jn 6). Y en la parábola: “Yo soy la vid verdadera” (Jn 15). La expresión “Yo soy” es la más solemne de la Biblia, porque hace referencia al nombre con el que Dios se reveló a Moisés en la zarza ardiente. En otros pasajes del mismo evangelio, encontramos expresiones semejantes en labios de Jesús: “Yo soy el Buen Pastor”; “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”; “Yo soy la luz del mundo”; “Yo soy rey”. Y, precisamente, en la noche de Getsemaní, el Maestro se presenta por tres veces ante Judas y las autoridades, diciendo: “Yo soy”.
Hecha esta observación, nos disponemos a escuchar las palabras más solemnes como si se tratara de un verdadero testamento. Si comparamos el discurso de Cafarnúm con la parábola de la vid y los sarmientos, y los leemos en paralelo, desde una clave literaria oriental circular, deberemos sentirnos abrazados y conducidos por las frases similares que se encuentran en ambos relatos.
Jesús se presenta a sí mismo: “Yo soy el pan de vida”, “Yo soy la vid verdadera”, y estas palabras nos sitúan ante quien es el Señor. Y si interpretamos ambas expresiones en relación con la Eucaristía, nos sentiremos introducidos en el Misterio de la entrega total de Jesús, el Hijo de Dios, en forma de pan y en forma de vino, como expresión máxima de amor, en cumplimiento de la voluntad de su Padre. Jesús no se convierte en protagonista vanidoso, sino que reivindica el nombre de su Padre como fuente y origen de su identidad. “Es mi Padre quien os da Pan del cielo”; “Es mi Padre el Viñador”.
La revelación que nos hace Jesús en su discurso es esencial: “El que come mi carne permanece en mí y yo en él”. Y en la parábola de la vid, amplia los efectos que se siguen de esta permanencia: “El que permanece en mí y yo en él ese da mucho fruto” (Jn 15, 5). No solo da fruto, sino que asegura la vida para siempre: “El que come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 51). “Si no coméis mi carne no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53). Expresiones que se corresponden con el aforismo de la parábola: “Si no permanece en mí se seca” (Jn 15, 6). Son apotegmas contundentes, claros, precisos, sin que la glosa pueda evitar la radicalidad que encierran.
La savia de la gracia corre por nuestras vidas si permanecemos en Cristo, si comemos de la mesa santa. “El que come mi carne habita en mí y yo en él”. De lo contrario, somos como los sarmientos podados, que se secan y los echan fuera, para la lumbre. En cambio, “al que acuda a mí no lo echaré fuera” (Jn 6, 37). “Permaneced en mí y yo en vosotros”. Este es el ruego del Maestro a sus amigos en el momento más duro que narran los evangelios, cuando muchos no soportaron su enseñanza y lo abandonaron.
Hay un consejo que sobresale por encima de todos y que suena a mandamiento: “Permaneced”. El verbo permanecer puede significar estabilidad, mantener la palabra, fidelidad, relación, pertenencia. Hijos míos, permaneced en mí, permaneced en mi amor, permaneced en el amor fraterno. Esta noche, resuenan de forma dramática las palabras de Jesús a los suyos, que cada uno podemos personalizar: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6, 67). “Vosotros sois mis amigos” (Jn 15, 14).
Jesús, en Cafarnaúm, proclama: “Yo soy el pan de vida” (Jn 6). Y en la parábola: “Yo soy la vid verdadera” (Jn 15). La expresión “Yo soy” es la más solemne de la Biblia, porque hace referencia al nombre con el que Dios se reveló a Moisés en la zarza ardiente. En otros pasajes del mismo evangelio, encontramos expresiones semejantes en labios de Jesús: “Yo soy el Buen Pastor”; “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”; “Yo soy la luz del mundo”; “Yo soy rey”. Y, precisamente, en la noche de Getsemaní, el Maestro se presenta por tres veces ante Judas y las autoridades, diciendo: “Yo soy”.
Hecha esta observación, nos disponemos a escuchar las palabras más solemnes como si se tratara de un verdadero testamento. Si comparamos el discurso de Cafarnúm con la parábola de la vid y los sarmientos, y los leemos en paralelo, desde una clave literaria oriental circular, deberemos sentirnos abrazados y conducidos por las frases similares que se encuentran en ambos relatos.
Jesús se presenta a sí mismo: “Yo soy el pan de vida”, “Yo soy la vid verdadera”, y estas palabras nos sitúan ante quien es el Señor. Y si interpretamos ambas expresiones en relación con la Eucaristía, nos sentiremos introducidos en el Misterio de la entrega total de Jesús, el Hijo de Dios, en forma de pan y en forma de vino, como expresión máxima de amor, en cumplimiento de la voluntad de su Padre. Jesús no se convierte en protagonista vanidoso, sino que reivindica el nombre de su Padre como fuente y origen de su identidad. “Es mi Padre quien os da Pan del cielo”; “Es mi Padre el Viñador”.
La revelación que nos hace Jesús en su discurso es esencial: “El que come mi carne permanece en mí y yo en él”. Y en la parábola de la vid, amplia los efectos que se siguen de esta permanencia: “El que permanece en mí y yo en él ese da mucho fruto” (Jn 15, 5). No solo da fruto, sino que asegura la vida para siempre: “El que come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 51). “Si no coméis mi carne no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53). Expresiones que se corresponden con el aforismo de la parábola: “Si no permanece en mí se seca” (Jn 15, 6). Son apotegmas contundentes, claros, precisos, sin que la glosa pueda evitar la radicalidad que encierran.
La savia de la gracia corre por nuestras vidas si permanecemos en Cristo, si comemos de la mesa santa. “El que come mi carne habita en mí y yo en él”. De lo contrario, somos como los sarmientos podados, que se secan y los echan fuera, para la lumbre. En cambio, “al que acuda a mí no lo echaré fuera” (Jn 6, 37). “Permaneced en mí y yo en vosotros”. Este es el ruego del Maestro a sus amigos en el momento más duro que narran los evangelios, cuando muchos no soportaron su enseñanza y lo abandonaron.
Hay un consejo que sobresale por encima de todos y que suena a mandamiento: “Permaneced”. El verbo permanecer puede significar estabilidad, mantener la palabra, fidelidad, relación, pertenencia. Hijos míos, permaneced en mí, permaneced en mi amor, permaneced en el amor fraterno. Esta noche, resuenan de forma dramática las palabras de Jesús a los suyos, que cada uno podemos personalizar: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6, 67). “Vosotros sois mis amigos” (Jn 15, 14).
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